lunes, 2 de junio de 2014

Un perdón no sana todo.

Era de noche, estaba lloviendo. Allí estaba yo, arropado en una bolsa de basura bajo la lluvia. No sabía si mi cuerpo soportaría esa noche. La gente pasaba de largo, uno que otro ponía una moneda  a mi lado, pero se iban al instante ¿Esto es lo que sé conoce como pena ajena? Muchos creen que para salvar a alguien una pequeña ayuda sirve, nadie se imagina que muchas veces para salvar a alguien solo tienes que estar a su lado. No me hacía falta dinero, no me hacía falta un techo donde dormir. Solo necesitaba a alguien que ofreciera estar a mi lado y hacerme sentir que no estoy solo. Ni mis propios padres han emprendido alguna búsqueda por su hijo, tampoco tenía amigos que se preocupasen por mí. Ya tengo dos semanas sentándome en el mismo lugar, solo sentarme allí. Siempre llevaba ropa decente y solamente cuando me cubría de la lluvia con un cartón o una bolsa es cuando la gente “ponía de su parte para ayudar a un alma en pena”, es increíble cómo la gente trata de ayudar a los que ven externamente que necesitan ayuda y nadie se fija que sin importar como este por fuera, esa persona por dentro puede vivir un infierno. Es un mundo materialista y superficial, siempre ha sido de ese modo. Igual, no culpo a nadie. Esta es mi vida, mis decisiones me llevaron a esto. Si no hubiese sido tan manipulador de niño, capaz ahorita tendría aunque sea una persona que estaría a mi lado sin importar nada.  

Sin embargo, esa noche una persona se detuvo, extendió su mano y dijo: “Miguel, te conozco. Tú no perteneces aquí, tienes una casa y una familia preocupada por ti seguramente. Ven a mi casa, tengo ropa y podemos avisar a tu familia que estas bien”. Levante la mirada, era un ex compañero clases, su nombre era José; nunca antes habíamos hablado si no era para hacer un trabajo u otra cosa referente al colegio. Empuje la mano a un lado y respondí: “Este es el ambiente que me merezco. Además, solo fuimos compañeros de clase un año. ¿Qué podrías saber tú de mí? Si necesito ayuda o no”. Se encogió de hombros, guardo el paraguas y se sentó a mi lado.

“Entonces estaré aquí a tú lado, te conozco lo suficiente para saber qué necesitas un amigo.” – Me dijo.

No le creí al comienzo, sin embargo unos minutos después me levante y con tono molesto le dije que aceptaba su invitación, que dejara de hacer el ridículo. No valía la pena que se enfermara por un idiota.

Los meses pasaron y José se convirtió en un hermano para mí; no, no solo un hermano, fue la persona que se convirtió en la base para yo construir mi propio futuro. Conocí a personas que fueron importantes para mí, pero siempre él estaba por arriba de todos. Nunca había tenido una amistad así con alguien, éramos los propios hermanos. Nos escuchábamos uno al otro, discutíamos por idioteces, yo le daba consejos y lo motivaba a decirle sus sentimientos a la chica que le gustaba y él trataba de motivarme a conseguirme a alguien especial también. Aunque cada uno con sus defectos, siempre terminábamos reconciliándonos. El único problema era que siempre había heridas que no sanaban, no podría decir de qué parte era mayor el daño, pero como toda discusión fuerte… terminaba todo mal. Igual, siempre nos las arreglábamos para seguir delante de un modo u otro.

Cada uno empezó la universidad y marcamos nuestra meta a futuro. Ir a vivir a Italia. José estaba fascinado por el país y su sueño era triunfar allá ejerciendo su carrera. Por mi parte, yo solo quería verlo feliz y apoyarlo siempre. Hablamos de cómo iríamos, que tanta roncha pasaríamos juntos al comienzo y como lucharíamos para traer a nuestra pareja, si conseguimos para ese tiempo, lo antes posible en una situación estable. El plan era graduarnos y un año o dos trabajando para reunir el dinero suficiente para ir, alquilar un apartamento para los dos y poder pagar lo esencial hasta conseguir trabajo allá. Después, lucharíamos para conseguir un trabajo mejor y movernos cada uno a su casa propia con su pareja. Era un plan ambicioso pero simple, y a mí me hacía ilusión que se cumpliera.

Era un niño en ese entonces.

José consiguió a alguien, y ese alguien fue su mundo. Ya no hablamos, ya no me contaba nada, ya no me necesitaba. Él ya tenía a su mujer, su apoyo, ya no necesitaba a un hermano. El mundo que había hecho se vino abajo junto con eso. No importo cuantas veces me dijo que no pasaría, que seríamos hermanos siempre.
Volví a estar solo, cumplí con el plan de mudarme a Italia y comencé mi vida allí desde cero. Con el tiempo, volví a retomar el hábito de volver a estar en un lugar todo el día, pero esta vez pintando. Trabajaba por las tardes en una pequeña tienda de impresión que logre montar después de gastar todos mis ahorros con los que vine y lo poco que gane los primeros dos años trabajando. Fue una apuesta arriesgada, aunque la correcta. Vivía en Verona, una ciudad turística y reconocida por ser la ciudad de la famosa obra literaria de Romeo y Julieta. Entonces, solo fue cuestión de ubicarme correctamente y poner precios que pagaran mi renta y dieran ganancias; y aun así fueran más baratos que los de mi competencia. Podría decirse que tenía una buena vida, pero no sin nadie con quien compartirla, sin un amigo con quien celebrar los logros, era una vida vacía a su vez.

Llego un momento que no lo soporte más. Empecé a entrenar a mi mejor empleado para que tomara mi puesto con la excusa que me mudaría a otro país e hice todos los trámites para poner el local a su nombre. Durante una tarde dibujé mi mejor cuadro de la casa de Julieta y se la regalé a una pareja que se habían comprometido esa tarde en el balcón de Julieta. Salí de allí a la farmacia, compre varias pastillas para dormir y me dirigí a mi casa a ponerle un fin a mi vida y a todo.

No todo fue tan fácil o al contrario, capaz fue justo como debió ser.

Empezó a llover y me refugie en un callejón esperando a que pase la lluvia. Me cubrí con una caja de cartón y me prepare a salir. Cuando de repente me agarran desde atrás por el cuello y me ponen un cuchillo en la garganta. Era un hombre que pedía desesperadamente por dinero. Le dije que no tenía, todo lo había gastado en las pastillas.  El hombre no me creyó y siguió demandando por mi dinero. Le di un codazo en el estómago, con lo que el hombre me empujó al suelo como reflejo del dolor. Me levante rápidamente y me di la vuelta para verle el rostro, pero ya era demasiado tarde. El hombre había actuado más rápido que yo y al momento que di la vuelta, me clavo el cuchillo en el corazón.

En ese momento lo vi, era José.

Lo vi fijamente a los ojos y le agarre fuertemente el brazo con el que me había apuñalado. Cuando él me vio, quedo perplejo. Con la fuerza que me quedaba le dije: “No importa cuánto daño me hagas, siempre serás mi hermano y te quiero.” Nunca pude odiarlo, nunca pude sentir algo en su contra y al verlo en lo que había llegado. Supe que él también la había pasado mal. Había usado mis últimas fuerzas en tratar inútilmente de revivir esos momentos de reconciliación en nuestras peleas y de decirle algo que nunca cambio sin importar nada. Era mi hermano, y lo quería. Él no supo responder, soltó el cuchillo y caí al piso. Empezó a llorar sin consuelo, y me pidió perdón mientras trataba de abrazar mi cuerpo ensangrentado.

Sin embargo, hay heridas que nunca sanan con un perdón.